Por: Ing. Fernando Padilla Farfán
La muerte de Osama Bin Laden aún es tema de analistas de Europa y Estados Unidos, particularmente porque hay algo que, a pesar del tiempo transcurrido, sigue sin cuadrar. Sin restarle méritos al dramático informe del entonces presidente de los Estados Unidos de Norte América, Barack Obama, hay dudas sobre las distintas versiones externadas por el cuerpo de élite de la US Navy que participó en el operativo contra Osama.
Contrario a la tradición de presentar videos y fotografías de acciones similares, en este operativo no fue así. Por otra parte, la prueba máxima ha quedado fuera del alcance de criminólogos y especialistas forenses para conocer su especializada opinión. Lo único que se hizo del conocimiento público es cuando el inerte cuerpo de Osama, envuelto en sábanas blancas, era tragado por el mar en un inusual y exagerado respeto a la religión que profesaba el homicida de más de cuatro mil personas.
Dicen que la religión musulmana ordena que todo aquel que la profesa, cuando muere, su cadáver debe ser depositado en el mar, bajo cierto rito y con las clásicas túnicas envolviendo al cuerpo.
El grupo de élite integrado por hombres con alta preparación para cuestiones de asalto, cumplía así una suerte de deseo post mórtem del terrorista.
También hay otros informes que se contradicen. Oficialmente se ha afirmado que fue asesinado porque se resistió. Sin embargo, otras declaraciones de marinos aseguran haber visto a Bin Laden desprovisto de cualquier arma. Hay quienes comentan que lo detuvieron vivo y vivo se lo llevaron.
El detalle que ha desbordado la credibilidad de observadores y críticos es el anuncio del gobierno de Pakistán, país donde se encontraba el pueblo de la furtiva residencia de Osama; es que, la casa, fortaleza o escondite donde fue sorprendido y muerto, sería destruida en su totalidad, “Para que no se convierta en un santuario de adoración”. Temieron que se erigiera en monumento de inspiración que motivara la realización de más actos terroristas en el mundo.
Por otra parte, la muerte de Osama, que fue considerada un éxito de la estrategia contraterrorista del presidente Barack Obama, no suponía el fin de al-Qaeda y mucho menos de la amenaza del terrorismo global. Pero, al menos, impactó fuertemente en el entramado transnacional del terrorismo yihadista.
Cuando el domingo 1 de mayo el presidente de EU, Barack Obama, anunció la muerte de Osama bin Laden, dijo que suponía el logro más significativo en los esfuerzos de su país por derrotar a al-Qaeda. Tuvo razón en ello porque la estrategia de al-Qaeda era una estrategia de desgaste. No necesitaba ganar, solo evitar ser derrotada. No requiere tomar el poder en algún país de población mayoritariamente musulmana ni cumplir con la quimera de reconstituir el Califato, como lo proclama en su propaganda.
Su métrica de victoria consistía, básicamente, en seguir perpetrando atentados y proyectar una imagen de vanguardia e indestructibilidad. Esta aparente capacidad de persistencia y de fortaleza organizativa es para los terroristas algo próximo al éxito.
Haber dado con su paradero y dejar a Al-Qaeda sin el líder carismático e indiscutido que estableció en 1988 ese núcleo fundacional del yihadismo global, es el resultado más importante de la nueva estrategia para combatir el terrorismo, diseñada por el mandatario norteamericano Barack Obama, aunque en buena medida descansa sobre avances de la anterior Administración republicana.
A la fecha no se tiene la seguridad que la muerte de Osama Bin Laden haya sido real, o si se trató de una estrategia publicitaria tan solo para elevar la imagen del presidente Obama, que, ante la proximidad de las elecciones presidenciales, encontró la posibilidad de la reelección.
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